Ahí estaba ella, la niña que había estado viendo y oyendo todo este tiempo. Estaba sentada en una especie de trono con la cabeza inclinada, lo cual dejaba que su largo cabello oscuro cayera cual cascada. Apenas se podía divisa que iba vestida con un uniforme... escolar... justo como el de aquellos niños que vi en mi visión de Midwich. Estaba algo desdeñada y su rostro tenía restos de cenizas y piel quemada. Nos encontrábamos en un gran salón cubierto por estructuras metálicas. Detrás del trono de la niña había una rendija que dejaba ver las aspas de un gran extractor. Humo de vapor se colaba por entre las ranuras de las rendijas del suelo y todo parecía estar muy oxidado, sin mencionar los vestigios indelebles de sangre esparcidos por el lugar.
Había algo que me preocupaba en demasía... de hecho, no era algo, eran dos cosas las que me preocupaban. Dos cabezas de pirámide se mantenían de pie a poco más de dos metros el uno del otro, inmóviles, pétreos, tomando una gran estaca de madera con ambas manos y al parecer la mantenían clavada a donde estuvieran sus cuellos. Ya había visto uno antes en dos oportunidades y fue por lejos lo más terrorífico y sádico que jamás haya presenciado. No sé qué pensar de ver a dos de ellos parados justo en frente de mi, como guardando que nadie se le acercara a la niña.